Hoy hay que esperar a que el poema se ablande, como si reposara sobre la tierra que rezuma o fuera el musgo sobre el agua.
Ahora, recién llegada la primavera, justo antes de que los árboles se cubran de hojas y se azoguen, se trasparentan también los nidos en las horcas de las ramas, el ir y venir de los pájaros.
Todos los años, el campo termina por verdear en los ojos de los ciervos. Verde, Semejante a la hierba fresca o a la esmeralda.
Nada se puede decir de la flor, de sus sombras, de sus pliegues. Nada malo en ver la flor sola. Lo saben los ahogados: la perfección no es de aquí. Salvo que nada cabe en su existir, nada acoge. Como la medina de las fuentes secas. Fue el sultán quien las cegó; nada se dijo. Ni el canto de cada pájaro para lo que está vacío. Ni todas sus puertas inservibles: todo entra y sale. El color de la flor, sí. Crece el blanco en la garganta. Todo lo ocupa dentro: razón del ahogarse y del decir.
Aire frío aún tras lo negro: Son todos los mirlos. Detrás, la velocidad de la luz en sus ojos, la más clara, un brote caliente: El sonido largo de los días.
El miedo en la mente. Se llega por el camino nevado, por la luz encendida; no por la estrella. Este espejo sobre el que caen los pájaros del mundo cuando pierden su imán: Se transparentan. Nada aquí se dice, salvo la sed. Lo demás suena: El corte eléctrico de los peces, la grieta en el hielo, los buques cargados de hilos, siempre la fractura salina, lo que no tiene sombra, sin embargo suena. Esta orilla al norte en la que permanecemos.
Antes de caer siente la raíz atravesar su zapato atar la tierra al hueso sostenerla